Señora,
respóndame que soy muy obstinada; necesito respuestas, señora. ¿Por qué camina
así en las calles, con tanto peso sobre su frente?¿Por qué carga en su espalda
la reverencia de la desgracia? No hay astucia en tanta dolencia, ni tampoco en
su rostro que pretende ser paciente mientras sabe que está muriendo y
empujándose al vacío. No hay nada en usted, “Señora”.
¿Cómo
es que puede cargar ese bulto sobre su frente?— Insistí—. ¿Cómo es que tanta joroba no la hace venir de
frente?—Repetí—. Ella, alzó su mirada
y casi ni me miró. Arregló sus sandalias, piso de nuevo el charco de aquella calle
afónica y queriendo abrir su boca para pedirme—para rogarme, para implorarme—que le diera permiso—que le permitiera el
paso—dijo palabras en
silencio, arregló su chal y me ignoró. Yo estaba decidida a no permitirle
caminar más, así que no, no le di permiso… ¿Por qué iba a dárselo? Ni su mirada
suplicante, ni el rose con su cuerpo, ni su mentirosa ingenuidad, pudieron
convencerme. Yo no abro paso a señoras como ella. ¡Nunca! ¡Jamás!
Toqué
sus hombros suavemente y después, ya no pude contenerme; la sacudí desesperada como
se sacude la ropa vieja que uno va a regalar después de muchos años, pretendiendo
que así le pueda servir a algún necesitado. Viéndola fijamente a los ojos—como casi nunca veo a
nadie—. Le hice ofrecimientos y súplicas aunque no
se lo mereciera:
—Permítame ayudarle con
el delirio, a cargar la sangre que brota de sus flores, de sus lunas, de sus
lunares que parecen soles agonizantes. Quiero cargar sus misterios en mi
vientre y caminar con ellos un poco encorvada, invisible, petrificada como
usted. Permítame que me quede en sus manchas un solo instante para de ellas
robarme la tinta y escribir en el espejo, en el silencio de cada baile de
vivencias y destierros, de los susurros de esta vida que ya no la siento mía,
que se la ofrezco.
Le
ofrezco todo esto porque, al verla tan cargada, me recuerda a una amiga que
caminaba con escupitajos ardientes todo el tiempo y terminó… terminó en… Bueno,
es algo que no viene al caso pero quisiera cargarme su sombra hoy y regalarle
la mía, cargarme su cruz y regalarle mis clavos, cargarme su mirada y regalarle
mis ojos. Llévese por favor mis oídos y déjeme con sus ruidos que cualquier
carga hoy anticipa el desespero y eso es algo que ya no me pertenece. Ya no lo
quieróóóóó… ¡Ya no!
Señora,
usted es ilegítima, todo su ser lo es, sus sandalias y el sonido de ellas por
las calles me perturba, sus visitas llaman al pesimismo y no retienen mi
aliento que se va debilitando con el tiempo, con los años y yo necesito aire,
tiempo eterno, memoria profunda.
Lléveselo
todo y llévese a usted misma porque su presencia es como los truenos que
escuchaba en mi infancia en los días de lluvia, en los jueves de gritos, en los
ruegos de versos coléricos que nunca tocaron a nadie. Sólo quiero que me deje
las caricias y el tiempo, un solo instante sin causas perdidas ni sonrisas
disfrazadas, un poco de soledad acompañada… un poco de la soledad que no es mía y de la lluvia en mi ojo izquierdo que
tampoco le pertenece.
Levante
su rostro, no soporto que siga con la cabeza gacha mientras le grito, mientras
escribo sobre su piel marchita y los sonidos del martillo taladran tan dentro.
Abra su boca, por favor, diga algo… Señora,
no sea tan mezquina. ¿Acaso cree que son sus silencios y voces tan tenues
podrá comprarme?
La
maldita, nunca volvió a abrir su boca, se fue, pero me hizo saber a través de
muchos escritos, que se creía omnipotente, que podía cargar una piedra sobre su
espalda. Yo no le creo, es una mentirosa, no quiero que me vuelva a susurrar nada,
no quiero que vuelva a repetir que se acerca cuando se va viviendo tan lejos.
No quiero
Donde
sea que usted se encuentre, le hago llegar éste mensaje:
He cambiado de opinión ya no quiero
cargar nada de usted, ni tampoco ofrecerme, sólo quiero sus sandalias y sus
pies para caminar así en las calles: libre aunque esté muerta, volando aunque no tenga alas, sonriendo aunque sin boca,
amando aunque sin nada.
Señora, hoy he podido recordarla.
Siempre, cuando la veía en las calles, tuve el pálpito de haberla visto en
algún lugar y sí, usted era a quien yo veía en mis pesadillas cuando era apenas
una niña. Sé que no me dejará sus sandalias, pero las voy a robar si la
encuentro, empieza la cuenta regresiva, corra lejos de mí porque si la
encuentro, le robo hasta sus últimas partes y la mato. Le juro, que ésta vez,
la mato.
Andree
Julieth