La
nube extrajera no se ha paralizado frente a la ventana del cuarto de Adeline y
sin embargo, ella la siente permanecida, estática, sonámbula. Los sonidos de la
calle llegan a la vista de su ventana y tocan los tornillos de su pared, quieren
hablarle—lo sé—pero ella no quiere comunicarse
con la lluvia, aunque sus susurros siempre digan algo—a mí, su silencio
siempre me arrulla—.
Han
iniciado los juegos pirotécnicos. ¿A causa de qué? No tengo idea, pero ahí están y la nube extranjera también:
riendo con las ideas de aquella rubia mujer, disfrutando de sus luces y de sus
sentires diarios. Cada explosión en el cielo, retumba en su pequeño vientre y entonces,
Stephen—su fiel sirviente—toca a su puerta, la
observa sentada escribiendo, mira que la ventana está abierta, hace una oración—como si la necesitara—se
persigna y sueña en estar más allá de la ventana, quisiera estar allá: siendo
primitiva y soñada, mirando los cuadernos de Adeline desde lejos, descubriendo
cada uno de sus movimientos y sus aúllos. Adeline aúlla y con ello logra cubrir
las paredes del infierno, así danza con su reflejo y se cubre mientras sonríe
a un cuervo rojo que se posa en la ventana de Stephen. (En su ventana.)
Stephen
y Adeline están en un jardín que yo he creado, que yo he nacido.
Ellas
son mi nube extranjera, la puerta incendiada,
la
ventana permanecida y soñada.

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