Flora,
la que cuando niña soplaba con fuerza el diente
de león, la que cuando grande escribía historias mientras dormía, nunca
entendió cómo el techo de su habitación podía levantarse frente a su cuerpo; ni
tampoco, cómo podía caerse el suelo para dejarla suspendida en el jardín.
Tal
vez era el viento—que
transportaba al mismo diente de león—quien regresaba hacia a
ella para sorprenderla con soplidos silenciosos—demasiado silenciosos—Tal vez era el reflejo de
sus juegos infantiles que frente a las aberturas de la puerta de su ventana
gritaban sin decir nada, tal vez era la carencia de todo aquello que nunca
había vivido por permanecer cultivando tantas flores…
En
cualquiera de los casos me sorprendí al verla aquella mañana, llevando en su
mano una vela azul con una llama que a pesar del viento no podía extinguirse;
me cautivaron sus labios negros y sus ojos profundos, así como su cabello largo
que parecía que estaba de fiesta. Cada uno de sus movimientos, de su
respiración, parecía de otro mundo. Al instante supe que sus imágenes no le
pertenecían, ni a ella ni a quienes podían verla: Los cuadros en su mente, los
violines que tatuaban melodías en sus manos, nada era de ella… sólo contaba con
el abrazo del viento, y con la indiferencia de los transeúntes que pasaban con
afán junto a ella sin verla.
Cuando
pasó junto a mí, quedé paralizada, quise abrazarla, arrancar su piel y meterme
en ella para entender sus sombras pero caminó muy rápido y las horas… las horas
se hicieron veloces, no contaba con un borrador para modificar el día, sólo
tenía el instante y el viento… que a ella y a mí nos acariciaban. Era el mismo
viento y eso para mí era suficiente.
Juro
que intenté alcanzarla, di grandes pasos—de hecho en algún momento, sin saberlo, sin
pensarlo—me saqué los tacones y corrí
descalza para poder verla más de cerca, intenté alcanzarla, quería percatarla
de algo que al parecer nadie había notado, llevaba muchos alfileres en su
espalda, quise gritarle y hacer que lo supiera pero pude darme cuenta—por la forma en que se
movía, en que miraba, en que escuchaba y dormía—que ella ya lo sabía. Supe que el viento lo sabía,
que el tiempo lo sabía, que las flores lo sabían. Supe que yo no existía y que
ella existía toda.
Cuando
pude ver más allá de sus orillas, la llama de aquella vela azul se apagó y
entonces ella y yo al fin pudimos vernos: No era Flora, no era Stephen. Ni
ella, ni yo, era el bendito diente de León…
que creía que volaba pero que ya no estaba.
Andree
Julieth

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