jueves, 10 de noviembre de 2016

LO INNOMBRABLE

Flora, la que cuando niña soplaba con fuerza el diente de león, la que cuando grande escribía historias mientras dormía, nunca entendió cómo el techo de su habitación podía levantarse frente a su cuerpo; ni tampoco, cómo podía caerse el suelo para dejarla suspendida en el jardín.

Tal vez era el vientoque transportaba al mismo diente de leónquien regresaba hacia a ella para sorprenderla con soplidos silenciosos—demasiado silenciosos—Tal vez era el reflejo de sus juegos infantiles que frente a las aberturas de la puerta de su ventana gritaban sin decir nada, tal vez era la carencia de todo aquello que nunca había vivido por permanecer cultivando tantas flores…

En cualquiera de los casos me sorprendí al verla aquella mañana, llevando en su mano una vela azul con una llama que a pesar del viento no podía extinguirse; me cautivaron sus labios negros y sus ojos profundos, así como su cabello largo que parecía que estaba de fiesta. Cada uno de sus movimientos, de su respiración, parecía de otro mundo. Al instante supe que sus imágenes no le pertenecían, ni a ella ni a quienes podían verla: Los cuadros en su mente, los violines que tatuaban melodías en sus manos, nada era de ella… sólo contaba con el abrazo del viento, y con la indiferencia de los transeúntes que pasaban con afán  junto a ella sin verla.

Cuando pasó junto a mí, quedé paralizada, quise abrazarla, arrancar su piel y meterme en ella para entender sus sombras pero caminó muy rápido y las horas… las horas se hicieron veloces, no contaba con un borrador para modificar el día, sólo tenía el instante y el viento… que a ella y a mí nos acariciaban. Era el mismo viento y eso para mí era suficiente.

Juro que intenté alcanzarla, di grandes pasosde hecho en algún momento, sin saberlo, sin pensarlome saqué los tacones y corrí descalza para poder verla más de cerca, intenté alcanzarla, quería percatarla de algo que al parecer nadie había notado, llevaba muchos alfileres en su espalda, quise gritarle y hacer que lo supiera pero pude darme cuentapor la forma en que se movía, en que miraba, en que escuchaba y dormía—que ella ya lo sabía. Supe que el viento lo sabía, que el tiempo lo sabía, que las flores lo sabían. Supe que yo no existía y que ella existía toda.

Cuando pude ver más allá de sus orillas, la llama de aquella vela azul se apagó y entonces ella y yo al fin pudimos vernos: No era Flora, no era Stephen. Ni ella, ni yo, era el bendito diente de León… que creía que volaba pero que ya no estaba.

Andree Julieth


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