Stephen
se sienta en la silla de antaño mientras la mancha oscura que se encuentra
encadenada en una de las paredes de su cuarto, le ahorca en un vaivén de
indecisiones. Ésta se diluye a la luz de una canción que combate los gritos
desesperados del espejo, que intentan cortar las manos de la escritora a quien
el lápiz le sirve de alma para crear ilusiones y exiliar espejismos del “no
puedo”. El punto final de este relato se coloca liberando mundos literarios
y asesinando verdugos del “quizás”.

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