Mi
mano en su frente y la suya en mi almohada, sus cabellos largos sonrientes que
me miran como si no me hubiesen mirado nunca, sus pupilas que arden cuando toco
su espalda, sus manos que parecen algodón derretido. La veo pasar a ella—aunque nunca se
desplace ni camine, ni…—
alza el tono de su voz y no dice nada: la cubre la no nada, la noche, la
superficie que parece llena, las promesas fragmentadas. Los abrazos de la
lluvia, del hijo del sol, de las miradas.
Cuando me ve a mí, se descubre toda y me susurra al oído historias que finjo
no haber escuchado nunca, que me parecieran lejanas aunque crezcan en el iris
de mi ojo izquierdo.
Quisiera
que mi mano deje de estar en su frente, que su almohada no estuviera tan
lejana, que sus cabellos sonrieran siempre y que su mirada continuara
tatuándose en mí, en cada uno de mis poros abiertos y también en los rincones cerrados
de mis seres ocultos. Sé que trata de decirme algo—lo sé—pero no logro
escucharla, sólo siento sus superficies, no son las mías y sin embargo se
parecen, se parecen.
Aquí,
hoy también llegó el sol y… y la no nada, el misterio y los puntos de las
estrellas que tienen en sus ojos el número siente, el vaivén de una canción
clásica que retoma bailes de sostenidos y bemoles. Un momento…
no quiero verla desnuda, es ella la que camina con mis miradas, es ella
a quien yo más conozco: La invisible que escribe pintando.
¿Alguna
vez, en algún tiempo, podré verla en otro mundo? La conozco, sé que es ella.